Capítulo 1. Los contornos del silencio (primeros párrafos)

“A mí me pasó una historia, se puede decir historia de amor”, se sonrojó Patricio Farías en 2013, mientras aclaraba que necesitaba ser cauteloso con respecto a sus experiencias. Había estado cumpliendo su servicio militar en Punta Arenas, cuando las Fuerzas Armadas tomaron el control del país en 1973. Sin tener certeza sobre qué era un golpe de Estado ni habérsele revelado contra quién estaban en guerra, Patricio recordó haberse encontrado en el extremo sur de Chile con municiones que cruzaban su pecho “como un mexicano”, esperando que atacasen los argentinos. Más tarde pasó varias semanas en la isla Dawson, en el estrecho de Magallanes, vigilando a los políticos tomados prisioneros durante el asalto a La Moneda y observando el horizonte en busca de las luces de los submarinos rusos que sus superiores le aseguraron que vendrían. A fines de 1973 fue trasladado a Santiago, donde vigiló edificios a lo largo de la Alameda, ayudó a hacer cumplir el toque de queda y patrulló barrios desconocidos. Reconoció que se cometieron “muchas maldades” en ese tiempo, pero insistió en que sus manos estaban limpias y su conciencia tranquila. Fue dado de alta en las calles de la capital en 1975, sin posibilidad de regresar a su casa en el valle de Colchagua, por lo que debió vender mercancía en los micros de la ciudad, e incluso llegó a cambiar su reloj por mercadería para vender. Intentó encontrar trabajo pero, según explicó, los emplea- dores eran suspicaces y nadie quería emplear a un exsoldado. Más tarde, conoció a una joven. Se reunían y daban caminatas, hasta que un día ella le contó que era dirigente estudiantil y que había sido prisionera política en San Fernando. Patricio se mantuvo en silencio pero comenzó a distanciarse de ella comprendiendo que, dado su pasado, la relación no tenía futuro.

Durante los años que siguieron, Patricio encontró trabajo estable, se casó y formó una familia, pero siempre estaba ansioso y asustado. Pasaba la vida cotidiana viendo a todos como sus enemigos y sintiendo que lo querían atacar. En muchos sentidos, Chile en democracia era peor. Durante los procesos de verdad y reconciliación sintió el abandono de la Iglesia católica por asesino y el rechazo de los políticos por torturador y violador. Aún desconfiaba de hablar con sus vecinos y ocultó la mayor parte de las cosas a su esposa e hijos. Simplemente era algo que tenía que guardar para sí mismo, reflexionó. En 2007, un amigo le contó a Patricio acerca de la Agrupación de SMO y en las reuniones de grupo en el centro de Santiago compartió sus experiencias con otros miembros de la “clase del 54”. Ya sea que hubiesen servido en el norte o en el sur, Patricio descubrió que muchos exconscriptos tenían la misma historia, e intercambiar memorias era “como de terapia”. Sin embargo, fuera del grupo, su ansiedad persistía. Más tarde, en 2011, ocurrió “algo medio raro”. Siendo ya un hombre delgado, comenzó a perder peso y se recluyó, apartándose del mundo, creyendo que iba a morir. Al hablar de su “enfermedad” en 2013, no sabía decir con precisión qué lo afligía, expresándose en oraciones inseguras e inconclusas acerca de un estrés creciente, de la preocupación de los demás con respecto a su aspecto demacrado y de dolor físico. No obstante, con respecto a su recuperación, su certeza era mayor, y la relacionó con haber comprendido que nunca podría olvidar su pasado y con su fe. Después de seis meses, dijo, Dios le había dado una segunda oportunidad. Encontró paz interior leyendo la Biblia y recuperó su peso. Casi cuarenta años después del golpe de Estado y dos años después de su enfermedad, Patricio estaba alegre, menos agitado y menos temeroso del mundo. Sin embargo, permanecía pragmáticamente cauteloso. “Uno tiene que mirar con quién tiene que conversar este tema”, explicó, “porque no con todo el mundo lo puede hacer”.

El silencio no es lo contrario de la memoria. Se entrelaza con los recuerdos de Patricio como un conjunto de miedos, sospechas, barreras sociales y límites internalizados que se refuerzan entre sí. Su historia de amor sirvió para enfatizar la profundidad potencial de ese silencio. Volvió a ver a la mujer años más tarde, un tiempo después del retorno a la democracia, caminando por la plaza de la Constitución detrás de La Moneda. La dejó pasar: “Se da cuenta cómo uno queda perjudicado por todos lados. Nos dis- criminan y después hasta el mismo asunto del pololeo. Uno no podía pololear porque no sabía con quién estaba pololeando, así con esta niña, y era simpática la niña, pero hasta ahí no más llegó la historia.” El miedo, la vergüenza, la culpa, la confusión y el estigma crearon un paisaje de silencio que crecía y disminuía, tanto a lo largo de los años como entre las situaciones, mientras los exconscriptos se desenvolvían en su vida cotidiana. Este capítulo perfila los contornos de ese silencio. Examina el temor de los exconscriptos a las represalias de las Fuerzas Armadas, a la venganza de los civiles y al rechazo de la sociedad, así como sus fallidos intentos por olvidar, revelando también cómo estos elementos de su silencio cambiaron con el tiempo.